Visita al Museo de la calle Moneda
Moneda Street Museum’s Visit
Recuerdo aquellos primeros años de mis experiencias en México, de entrar en él, de lo que podía captar, incipiente, de su gente, del paisaje, de su arte. El trópico era una continuación de lo nuestro, ya diferente en los pueblos indígenas desde Guatemala. Pero entrar en el Valle de Anáhuac, al amanecer, es entrar alucinado en tierra de misterio, de antigua resonancia. Una luz de fría plata. Montes oscuros de tierra de sombra, verdes grises, azulinos, sementeras pajizas y barracas con aquel impresionante violáceo, gris morado, ocre de tierra abierta y reseca, y descubrir de pronto en la llanura la silueta de otro montículo, pardo violáceo de escueta y punzante arquitectura: la pirámide del Sol de Teotihuacán, gran emoción de lo sensible de la historia, del mito y de la naturaleza.
Después entrar en el arte: los murales de Orozco en la Preparatoria, Diego en Educación, Montenegro y Atl en la Iglesia de San Pablo, finalmente todos los días en el museo de Antropología, que entonces contaba con el de historia también.
Las piedras me emocionaban, con temblor parecido al miedo, después al hechizo, una especie de tibio mareo. Las fui aprendiendo una a una, sabía perfectamente su sitio: una mala colección, una pésima luz, no importaba, las podía tocar, diferenciar la textura, cada piedra porosa, su piel de viruela; pulidas y frías como el metal; otras como tocar el zapote, poco acartonadas. Tocaba siempre, como un rito, la pequeña serpiente de cascabel, enroscada, de granito negro. Mi recorrido era el tigre monumental azteca, la Coyolxauhqui, la cabeza que me recordaba las antiguas reinas egipcias. Saltaba a un lado y absorbía de plano el Chac Mool, piedra entonces de un rosa amarillento que fue perdiendo con las muchas reproducciones de yeso posteriores; observaba sus poderosos planos, su estilizado volumen, su vigoroso encuadramiento de la cabeza en ángulo recto con los hombros, sus finos ojos, la ligera abertura de la boca, sus dibujados dientes. Los dedos de los pies, resueltos de manera enteramente distinta a los de las manos, que se funden en el vientre.
De ahí pasaba al Xochipilli (Dios de la primavera, de la danza y la flor), del que me impresionaban sus huesudas piernas. Pasando el tiempo, al hacer una reproducción en piedra, a escala (cosa que he hecho más de media docena de veces con otras tantas obras maestras), he podido convencerme de que esas piernas no tienen igual, por su realismo escultórico, en todo el arte prehispánico.
La extraordinaria individualidad de la escultura azteca, siempre considerada como un arte ritual, surgido de la concepción de un mundo tenebroso y eminentemente religioso, de un pueblo de una vitalidad primaria y sobre todo de un arte regido por invariables fórmulas y símbolos, de una casta sacerdotal, y al que se atribuye el trabajo de varias generaciones de escultores para el logro de una pieza única. No deja de asombrarnos este hálito personal y viviente de los elementos plásticos de cada figuración.
De aquí pasaba en mi recorrido a la cabeza del muerto, en el que los dos planos de los maxilares son de un vigor único en la plástica del retrato. Luego, a un lado, estaba el famoso Caballero Águila que recuerda a un caballero de la Edad Media, y del que su severo clasicismo había impresionado a Rodin con aquella reproducción que le obsequiaron los alumnos de San Carlos, y que él agradeció donando su boceto original, del todo desagradable, del genio de la guerra.
Miraba los ricos dibujos del arte maya, la cruz de Palenque. Me daba la vuelta para contemplar una pequeña figurita sedente en piedra roja, más arriba estaba el chapulín, de mágica estilización, esta figurilla es una de las múltiples Chicomecoatl o diosas de la tierra, es exactamente como una de las mujeres vendedoras de la Merced, todas ellas sentadas sobre sus piernas, al estilo mexicano, vendiendo flores, frutas o legumbres desde Tlatelolco a nuestros días, y que dibujaba del natural poco después de salir del Museo.
Obsesionado por tan admirable síntesis, dejaba de lado el Calendario Azteca, admiración de turistas, y pasaba con las diosas de la muerte que caracterizan el arte azteca, tanto como decir su visión más profunda, su plástica más extraña, su más alta expresión, para llegarme hasta los pies de la más terrible, la diosa de la vida y de la muerte, la poderosa Coatlicue; poco en realidad trataba de penetrar en sus extraños símbolos, encontraba un bloque poderosamente concebido y estructurado, una figura que avanzaba lentamente, cuajada de ornamentos, como verdadero altar; montaña llena de vegetaciones, raíces, troncos melenas y a la vez lo más extraño de la naturaleza, a la naturaleza sensible del hombre, monstruo geométrico, su dimensión es mayor a nuestros ojos de la que efectivamente tiene: 2.50 metros de alto.
En mis conversaciones juveniles de noctámbulo, ese era tema favorito y obsesivo, en días que poca gente se ocupaba de su terrífica figura; ahora ya es piedra de tope y lugar común de los estetas.
A su espalda se encontraba una bellísima piedra erecta, como un obelisco, con un fino relieve en la parte baja, totonaca, la silueta de un guerrero, en sí es ya una piedra monumento. Daba vuelta y podía observar los planos de sombra y luz del inmenso glifo de una cabeza de serpiente emplumada; su cresta bélfica en una sucesión de esferas sobre dos rítmicos cuadrángulos ¿puede concebirse una pieza de mayor logro arquitectónico, de abstracción artística? Acariciaba la piedra de la cascabel negra y salía al sol.
Estas piezas, estas emociones primeras, fueron los puntales de un arte que continúo amando sobre todos.
Después, el tiempo ha penetrado más en los poros de estas piedras. Mis conocimientos avanzaron y la conciencia de su legado fue abarcando más aspectos en sus varias culturas. Puede apreciarse siempre en el arte prehispánico, como en todo arte verdadero, la lucha sensible por imponerse a la materia, por expresarse, convirtiéndose en obra tangible, creación pura. Aquí, las emociones se han transformado en símbolo. Enfriada simplemente en su materia.
No pretendería hacer un análisis de la escultura antigua. Pero sí podríamos señalar los elementos formales que han influido directamente en mi propia producción.
Llegamos a México, precisamente atraídos por el influjo de su arte antiguo y por la vitalidad de su arte contemporáneo del que sólo teníamos como noticia, el arte muralista y uno o dos números de la revista Forma de 1934, que contenían obras de Orozco y Diego Rivera, sus murales de Preparatoria y Educación, ese era todo mi bagaje incitante.
Habíamos comenzado a entrever la excelencia del arte prehispánico en las pocas piezas de nuestro Museo Nacional. Recuerdo los jades, la piedra altar de los monos y lechuzas de la cultura Huetar; las diosas de la fecundidad, que Juan Manuel Sánchez (escultor de Costa Rica) había bautizado con el genérico nombre de Astarté, recordando las deidades fenicias similares; y los prodigiosos metates de finura única, insuperables en toda la América indígena. No es nuestro arte primitivo una expresión monumental, pero es una plástica rica en composición, en finura de dibujo, con volúmenes mucho más libres, menos conceptual que las culturas mexicanas. La naturaleza es interpretada con un sentimiento más amoroso de las formas, y el tema de los animales, es mas frecuente por su ascendencia totémica en las culturas del istmo.
En México descubrimos, poco a poco, la amplitud de la composición plástica, la superación artesana de la materia trabajada, su mundo extraño de un realismo monumental o bien de una geometría abstracta, para llevarla al símbolo como elemento esencial de lo plástico. Esto era pues la gran lección de modernidad que nos venía de siglos. Esto era descubrir el estilo de un pueblo, que entrando por los ojos de sus figuraciones mágicas, golpea en la sangre, conmueve como un río, una montaña, una honda barranca, un cielo cruelmente límpido, porque nos habla con el silencio de las formas, con el principio de todo lo creado.
Francisco Zúñiga, 1945.
I recall those first years of experiences in Mexico, what I could capture, incipient, of its people, landscape, and art. The tropics was a continuity of our world, distinct in the native villages all the way from Guatemala. But entering into the Anahuac Valley, at dawn, is entering dazzled in an earth of mystery, of ancient importance. A light of cold silver. Dark mounts of burnt umber, green, grayish, sown lands thatched with straw and barracks of an impressive violet, gray violet, ochre of open and dry earth, and suddenly the discovery on the plain of the profile of another hillock, drab violet of a thin and sharp architecture: the pyramid of the sun in Teotihuacan, great feeling of the delicacy of history, myth and nature.
Afterwards, the entrance into art: The mural paintings of Orozco at the Preparatoria, the works of Diego in the Secretary of Education, Montenegro and Atl at the church of San Pablo. Finally, the days at the Museum of Anthropology, which by that time included also the Museum of History.
The stones impressed me with a tremor similar to fear, and then with enchantment, with a sort of tepid dizziness. I learned them all one by one, I knew exactly their site: a bad collection, a terrible light, didn’t matter, I could touch them, tell the difference of textures, of each porous stone, their rough skin polished and cold as metal and others, soft as the zapote.¹ I touched always, as a rite, the small coiled rattlesnake of black granite. My path was the monumental Aztec tiger, the Coyolxauhqui, the head that reminded me of the ancient Egyptian queens. From one place to another, I absorbed completely the ChacMool, a stone of a yellowish pink that began to lose its original color, due to its many reproductions in plaster. I observed its powerful surface, its stylized volume, its vigorous framing of the head in a straight angle at the shoulders, its fine eyes, the light opening of the mouth, its delineated teeth. The toes resolved in a completely different manner to the hands that melted within the stomach.
From there, I continued towards the Xochipilli (The God of spring, dance and flowers), which bony legs impressed me. Within time, when making a stone reproduction, at scale (this I have done more than a dozen times of other masterpieces), I concluded that those legs had no equal, due to its sculpture realism in the whole pre-Columbian art.
The extraordinary individuality of the Aztec sculpture, always regarded as a ritual art, risen from the conception of a tenebrous and mainly religious world, from a country with a primary vitality, and over all from an art reigned by invariable symbols and formulas of a priest house, and to which is attributed the work of new generations of sculptors for the achievement of a unique piece. We astonished ourselves with this personal and lively breath of the aesthetic elements of each figure.
From here, I recalled in my path, the death’s-head, in which the two maxillary surfaces have such strength in the aesthetic of a portrait. Then, at one side, there stood the famous Caballero Águila (Eagle Knight), which recalls a knight of the Middle Ages and whose severe classicism had impressed Rodin through the reproduction given to him by the students of San Carlos, and that he thanked them by donating his original model, absolutely unpleasant, of the genius of the war.
I observed the rich drawings of Mayan art, the cross of Palenque. I turned to contemplate a small seated figure in red stone, above of which was the grasshopper, of magic stylization. This small figure is one of the multiple Chicomecoatl or earth goddesses; it is just like those saleswomen of the la Merced market. All of them seated Mexican style, selling flowers, fruits or vegetables since the time of Tlatelolco until today, and that I used to draw directly when leaving the Museum.
Obsessed by such an admirable synthesis, I disregarded the Aztec Calendar, admiration of tourists, and I passed in front of the goddesses of death which characterize the Aztec art, with their deepest vision, their strangest aesthetic, their higher expression, until reaching the feet of the most terrible one; the queen of life and death, the powerful Coatlicue. I tried not to enter into her strange symbols; I found a block strongly conceived and structured, a figure that advanced slowly, excessively ornamented as a real altar, a mountain full of vegetation, roots, and trunks like loose hairs and at the same time, the strangest part of nature, the delicate man’s nature, a geometric monster. Her dimension bigger to our eyes than what it really measures: 2.50 meters height.
In my juvenile night life conversations, that was a favorite and obsessive subject, in those days when only a few were interested in this terrible figure; today it is a key stone and a common place for the aesthetes.
At her back, stood a marvelous erect figure, like an obelisk, with a fine relief in its lower part, from Totonaca origin, the silhouette of a warrior, being in itself a monument in stone. I turned and could observe the surfaces of shade and light of the immense glyph of a serpent’s feathered head, its thick-lipped crest in a continuity of spheres over two rhythmical quadrangles. Can a piece of a greatest architectural achievement, of artistic abstraction be conceived? I caressed the black rattlesnake and went out to find the sun.
These pieces, these first emotions, were the basis of an art that I love more than all others.
Later, time has penetrated more within the pores of those stones. My knowledge advanced and the conscience of their legacy embraced more aspects in its diverse cultures. In the pre-Columbian Art, as in every genuine art, the sensitive fight imposed over nature can be appreciated by expressing it through a tangible work, the absolute creation. Here, emotions have transformed into symbols, merely saddened in its material.
I do not pretend to make an analysis of ancient sculpture. But we could undoubtedly point out the formal elements that have directly influenced my own production.
We came to Mexico, precisely attracted by the influence of its ancient art and later, by the validity of its contemporary art from which our only notion was the mural paintings and two numbers of a magazine called Forma of 1934, two publications which contained works of Orozco and Diego Rivera, their mural paintings at the Preparatoria and Educación², that was all my inciting intellectual equipment.
We had begun to guess the excellence of pre-Columbian art in a few pieces at our national museum. I remember the jades, the altar stone of the monkeys and owls of the Huetar culture, the goddesses of fertility that Juan Manuel Sánchez (Costa Rican sculptor) had baptized with the generic name of Astarté, recalling the similar Phoenician deities and the prodigious metates³ of unique delicacy, insuperable in all the indigenous America. Our primitive art is not a monumental expression, but a rich aesthetic composition, delicacy of drawing, with much more free volumes, less conceptual than the Mexican cultures. Nature is interpreted with a more lovely feeling of the forms; and the subject of animals, is more frequent by its totemic ancestry in the cultures of the Isthmus.
In Mexico, we discover, little by little, the extent of the aesthetic composition, the craftsman’s improvement of the elaborate material, it’s strange world of a monumental realism or of an abstract geometry, in order to lead it to the symbol as the essential element of the aesthetic. This was the great lesson of modernity that we inherited centuries ago. This meant the discovery of the style of a country, to which entering into, through its magical ideas, strikes the blood, moves it like a river, a mountain, a profound cliff, a brutally clear sky, since it talks to us through the silence of forms and the principle of every creation.
Francisco Zúñiga, 1945.
¹ Zapote. Sapodilla or marmalade tree fruit.
² Buildings where the murals are located.
³ Flat stone for grinding grains.